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sábado, 4 de junio de 2011

ugg-esse

Australia es un país que el tierno de mi profesor de Geography de segundo de media hubiera denominado, con todo el saber que sus extensos estudios en Oxford le  brindaron, underpopulated. Sí, lo contrario de lo que vemos en favelas, pueblos jóvenes, shanty towns o cuánto eufemismo le quieras poner a todos estos lugares donde el metro cuadrado es un lujo y el agua potable un símbolo de riqueza; realidad de la que todos somos conscientes, sólo a nivel subconsciente. En fin, si te quisiera dar una clase de realidad social peruana o hasta latinoamericana, te pago una membresía permanente en los headquarters de un Techo Para Mi País y a ver si ahí consigues el alfiler que tanto necesitas para reventar esa burbuja de faldas escocesas en la que vives. Ya pues, aunque sea por horas CAS hazlo amiga, que yo se que tú necesitas ese check en tu file. Porque, al paso que vas, te esperan largas horas en el depósito de Mimosas del 3er piso que alberga a las criaturas más tiernas y suavecitas de toda la estructura pedagógica del San Silvestre. ¡Viva la feminidad y las charlas de Kotex con muestras gratis!

Pero volviendo al tema, en Australia no hay gente. No hay gente, hay McDonald’s, hay KFC, hay Burger King, pero no hay gente. Hay farmacias, hay supermercados, hay tiendas de discos, pero no hay gente. Hay Urban Outfitters, una sucursal de Vogue, y una tienda de Kurt Geiger con sus maravillosas vitrinas de zapatos, pero no hay gente. Te preguntarás tú, ¿Quién compra? ¿Quién come? ¿Quién escucha y quién poserea? Y yo, cómo ya te habrás dado cuenta después de haberte desvelado leyendo mis otros 34 posts y esperando el resultado de las encuestas de sufragio, tengo la respuesta.

Hace muchos años en la calle 83, en un colegio construido con los pies, de buen grass, y una vista doble al mar, donde se sentía que algo extraño iba a pasar, se llevó a cabo uno de esos eventos que dejan en evidencia mi ya evidente personalidad de Mamama.  Y es que, explícame cómo, a los 13 y 14 años, lo único que queríamos hacer tanto tú, cómo yo, cómo nuestro grupo de amigas, era asistir a estos eventos multitudinarios y llenos de todo menos un sitio para sentarse a chillear. Una Kermesse, donde lo único que faltaba era que vendan abrazos, ah no, eso ya lo hicieron, era el escenario perfecto para pasarse de vueltas y gastar plata a la misma vez. Plata que, de haber sido mejor invertida, hoy no estaría quejándome de mi bajo presupuesto y ganas contenidas de asaltar las oficinas de Lan para buscar un mejor futuro, lejos del Comandante en condición de retiro, al norte del Perú. Se aceptan donaciones, ponle corazón.

Fuera de bromas, ¿Qué onda con la torticolis que te puede venir después de 3 rides en el Tagadisco?  Ya entiendo de donde vienen mis recurrentes citas al departamento de Medicina Física de la Clínica Americana, consultorio de la Dra. Morales, de frente a la izquierda. Y que, ¿tan trascendentales eran nuestras hormonas contenidas que nos hacían arrochar en frente de la kilométrica cola? Estoy sufriendo nueve ataques de roche ajeno en simultáneo ahorita y lo peor es que ni siquiera es ajeno. Aunque, si te pones a pensar, hace 6 años era tan diferente a la que soy ahora, Bugui outfits included, que probablemente sí califique cómo un caso de ese cuerpo no era mío. Y esa mente tampoco, for that matter. Pero, váyamos directo al grano y dejemos la plancha de una buena vez, que la raya al costado will do the trick.
 
Francamente, el único cambio que he divisado yo entre las Kermesses de antaño y las Kermesses de estos chicos de ahora, son las piezas que llevan las delicadas niñas en los pies. Y si es que estás pensando que las púberes de hoy destripan el grass en tacos, regalándole siete infartos a todo el departamento de publicidad del colegio que cuida más el grass que su calendario académico, no te preocupes porque no ha llegado ese día, todavía. Por ahora, se conforman con modelar, (porque no caminan, desfilan) el máximo ícono de la portabilidad del país menos habitado del mundo.  Y es que, con tan poca gente por allá, the least they could do was send some over here.

Australia y su legacy de churros surfistas con una tendencia divina a SÓLO usar ropa que venga de marcas relajadas; nos envió un container lleno de botas decidido a buscarle mecha, y mecha necia, a las carteras Longchamp y los oversized sweatshirts. El premio,  el título del accesorio más usado por las residentes de nivel socioecnómico A, en los eventos que empiezan con K y que están casa año un 5% más cerca al infierno. Y ganaron con roche, not to rub it in your nose or anything. Para hacerte la historia corta, y si me conoces sabes que eso nunca pasa, las marcas relajadas son esas marcas que nunca se han esforzado mucho por hacerte que las compres, y eso es porque, justamente, su target audience son personas relajadas. Simples, tranquilas, surfers, suicidas en skate, torpes en snowboard y todos esos deportes que dependen de tu destreza y capacidad para go with the flow. (Don’t mess with the flow, no, no!) Estas personas relajadas, quieren ropa cómoda, usable, rica, de buena calidad y super super super comfy. Y es que, si pudiera resumir a las marcas relajadas en una sopa de fideos, agarraría los sweatshirts Roxy, el algodón épico de los polos Volcom, las ropas de baño “más portable imposible con peine en el bolsillo” de Quiksilver, el fashion statement que siempre puede significar unas bonitas zapatillas Vans y quedaría para chuparse los dedos.

Las Uggs, que son un adorable intento de earmuffs para pies, son el símbolo de las marcas relajadas por excelencia. Nos proveen de una vida feliz, bajo las cobijas de 67.5 capas de falsa pluma de ganso y un diseño uniformisante para todos. ¡Que vivan los koalas y los platypus! Y si no sabes lo que es un platypus, ni trates, porque con lo que te cuesta el pasaje a The Land Down Under, mejor quédese viendo Two and a Half Men nomás. Agárrense, que se viene Ashton.

Sincerly yours
Yow Momaw

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